Alejandro Cárcamo Righetti. Profesor Auxiliar de Derecho Administrativo Universidad Católica del Maule. Licenciado en Ciencias Jurídicas, Abogado, Magíster en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, Doctor © en Derecho Universidad de Talca.
Confieso que no tengo especial adherencia a un planteamiento teórico político sobre el tamaño que debe tener un Estado, ni tampoco respecto de los ámbitos en que éste debe influir, ni en cuanto a la intensidad de dicha influencia. El Estado, en cuanto abstracción social y jurídica, se construye y modela, en todo tiempo y lugar, conforme a las convicciones y necesidades de cada pueblo.
No obstante, es un hecho público y notorio el que nuestro Estado se ha ido acrecentando con el paso del tiempo, desde la perspectiva de la creación de nuevos organismos -como, por ejemplo, el Ministerio del Medio Ambiente (2010), el Ministerio de la Mujer y de Equidad de Género (2015), el Ministerio de Seguridad Pública (2025), entre otros-; con el alza sostenida de los servidores públicos durante la última década, lo que ha generado a su vez un incremento en el costo fiscal -en la actualidad superan los 844.000 funcionarios públicos-; y con el aumento de la carga tributaria que las personas deben soportar para financiar su funcionamiento y actividades.
Dicha expansión estatal no merecería mayores críticas si, a su vez, aquello se viera reflejado en una buena administración, es decir, conforme lo señala Alagón en la dogmática española, “(…) una Administración que atiende a los fines que la justifican”. En otras palabras, si la eficacia y la eficiencia fueran los reales principios rectores y motores del quehacer estatal; si su actividad impactara en una real y efectiva satisfacción de las necesidades colectivas; si a mayor tamaño del Estado proporcionalmente se acrecentaran los servicios y beneficios entregados a la población, el mayor o menor tamaño del Estado, así como sus espacios de actuación, no serían mayormente cuestionados.
No obstante, la realidad nos presenta un escenario complejo. La mayor orgánica, el aumento del personal público y el alza de la carga impositiva de los contribuyentes, no parece responder a las expectativas de la ciudadanía, ni traducirse -necesariamente- en una mayor y mejor satisfacción de las necesidades públicas.
Solo en el año 2024, más de 36.000 personas fallecieron esperando una atención médica en el sector público; la grave crisis que atraviesa el sistema educacional con el desmoronamiento de los Liceos Emblemáticos; los problemas de seguridad pública y de inmigración; son solo algunas manifestaciones de lo señalado.
La eternamente prometida e incumplida modernización del Estado no solo pasa por nuevas regulaciones y una adecuación de la orgánica estatal, sino que, principalmente -y esto, es lo más desafiante- por un cambio de actitud y mentalidad. El probo, buen y eficiente uso de los recursos públicos; el desempeño abnegado, honesto y leal de las autoridades y funcionarios; el efectivo cumplimiento de los objetivos trazados; la desburocratización de los procesos y procedimientos; la despolitización de las definiciones técnicas; la permanente auditoría de las políticas, planes, programas y acciones del sector público; la colaboración mutua con el sector privado -en aquellos ámbitos en que es necesario-, son elementos que deben estar en el centro de la gestión estatal.
La desatención de los aspectos señalados, ha ido y seguirá progresivamente aumentando la insatisfacción ciudadana y la desconfianza en las instituciones, caldo de cultivo especialmente condimentado, para el surgimiento de graves crisis sociales y políticas.