Diego Palomo, abogado y académico de la Universidad de Talca.
Más de una cincuentena de países tienen vigente en su ordenamiento jurídico la pena de muerte. La aplican con mayor o menor frecuencia dependiendo del caso.
Los países que la mantienen vigente tienen en común poco a primera vista: Estados Unidos (no pocos Estados), China, Japón, Corea del Norte, Arabia Saudí, Irán, Vietnam, Myanmar, entre otros.
En algunos casos se conocen las cifras de las ejecuciones que se llevan a efecto anualmente; en otros es una información secreta y hermética.
La forma de ejecución también varía. Inyección letal, ahorcamiento, fusilamiento, decapitación, entre otras formas. Hace pocas semanas tomamos noticia de la ejecución de un condenado a muerte con gas de nitrógeno, en Alabama, por primera vez en los Estados Unidos.
Está reservada, en la mayor parte de los casos, para delitos especialmente graves (que de paso conmocionan a toda la sociedad), aunque algunos países del sudeste asiático la tienen prevista también como pena frente al tráfico de drogas.
En nuestro país fue derogada en 2001, y fue reemplazada por la pena de presidio perpetuo calificado. Pero antes de su derogación tuvo aplicación y aún se recuerdan casos como el de Jorge del Carmen Valenzuela, campesino que mató a su conviviente y los cinco hijos de ésta, en una localidad llamada Nahueltoro. Paradójicamente, se trató de un caso de rehabilitación, donde no sólo se arrepintió de sus crímenes, sino que aprendió el oficio de hacer guitarras, pero nada de eso impidió la ejecución de la pena capital.
Entre quienes están de acuerdo con la pena de muerte, apuntan fundamentalmente a su función preventiva general (efectos disuasorios), sin embargo, no existen estudios serios que así lo demuestren. La existencia de la pena de muerte no desincentiva la comisión de estos crímenes.
Esto la ha convertido en una pena destinada casi siempre a las personas más vulnerables de la sociedad, llevando hasta las últimas consecuencias la persecución penal desigual de estos sectores, con la diferencia que en este caso se está frente a una pena irreversible, imposible de corregir en caso de error de la Justicia que, mientras sea aplicada por humanos, nunca será infalible.
El cine (y la realidad) nos ha brindado casos brutalmente impactantes, donde la prueba exculpatoria, por desgracia, ha llegado demasiado tarde. En otros, gracias a la actuación de organismos que han destacado por su compromiso por la vida y la verdad, salvando de la muerte a inocentes (Innocence Project).
En tiempos en que la severidad de las penas aparece como popular, la tentación de algunos políticos está servida, en escenarios donde el populismo penal impide cualquier diálogo basado en evidencias.
Cuando se derogó la pena de muerte en Chile, dimos un paso importante hacia un estadio civilizatorio superior. Reponerla, no sólo sería un retroceso en este sentido, sino que pondría a Chile como incumplidor de tratados y, en consecuencia, como violador del derecho internacional, con todas las consecuencias que eso apareja.
En definitiva, la pena de muerte no es solución a nada, salvo que creamos que debemos volver a épocas del ojo por ojo (ley del talión), que no solo cierto perfil de ciudadanos que tuvieron pocas o nulas posibilidades de formarse suscribirían, sino que también reconocidos e influyentes profesionales… para muestra un botón extraído de X (ex tuiter) donde un abogado, profesor universitario, escritor, filósofo y activista defensor de la libertad, presidente del think tank Fundación para el Progreso (FPP) escribió el 28 de enero pasado: “Hay que empezar a matar delincuentes. El resto es complicidad”. Sin comentarios.