(Seminario “cuatro lecturas plurales sobre el golpe militar” 07 de septiembre) Por Paulo Hidalgo Profesor Ciencias Políticas y Políticas Públicas Universidad de Talca
El día 11 de septiembre de 1973 no fui a mi liceo Darío Salas de calle República de Santiago, tenía 16 años y estaba cursando el cuarto medio. Era un día gris y caía una lluvia tenue. Estaba en mi casa de La Cisterna con mis padres. Me acuerdo cómo pasaban los aviones Hawker Hunter desde la no muy lejana Base Aérea el Bosque, en el paradero 43 de la Gran Avenida. Mi padre estuvo conmigo todo el día. Él era profesor (psicólogo) de la Universidad de Chile y tenía 45 años, mi madre dos años menor era trabajadora social de la misma universidad y se ocupaba de programas sociales en el Ministerio de Educación. Yo era un fervoroso militante de la juventud socialista en esos tiempos de enorme politización y mis padres eran también socialistas; en verdad allendistas.
No sé cómo me dejaron salir, pero en esa mañana fui ingenuamente a la sede de la zona sur del Partido Socialista a ver qué ocurría. Me encontré con una batahola de personas que entraban y salían y alguien me entregó unos papeles considerados ‘importantes’ que había que quemar. Regresé rápido a la casa y pasé ese largo día escuchando la radio con mi padre y quemando como fuere revistas y papeles que nos podían supuestamente ‘comprometer’. Nos abrazamos juntos largo rato llorando cuando escuchamos las últimas palabras de Salvador Allende. No teníamos teléfono ni forma de comunicarnos con amigos o familiares. Durante toda esa semana amarga e inolvidable no fui al Liceo ni mis padres salieron a sus actividades. Cuando evoco esa semana solo recuerdo el desamparo y el miedo que nos envolvía sin saber que iría a ocurrir con nosotros.
Pasó solo esa primera semana y el domingo muy temprano a eso de las 5 de la mañana, llegó una micro de soldados de la Fuerza Aérea directamente a allanar nuestra casa. Con la violencia que es de suponer nos sacaron de nuestras piezas y nos exigieron que nos vistiéramos, mientras un puñado de soldados levantaban las camas y revolvían los libros de mi padre y los pocos que yo conservaba. Mi padre siempre trataba de mantener la calma y decía que vieran y revisaran lo que quisieran. Fue dantesco, pero les prometo que en un momento tomaron mis libros de enseñanza media e hicieron una fogata a la salida de la casa. Yo como pude les decía que eran mis libros del colegio como el ‘Orlandini’ de Castellano o ‘El Passport S’il Vous Plait de Francés. De los libros de psicología de mi padre o la colección de historia de Chile de Francisco Encina regalado por mi abuela, apenas los arrojaron al suelo de la pieza. Uno se pregunta, desde luego, porque nosotros con tal despliegue militar, fuimos allanados a pocos días del golpe. Bueno, en frente de mi casa vivía un comandante de la Fuerza Aérea que por cierto de seguro-supongo- nos habrá delatado como personas de izquierda.
Pero la orden era que nos llevaran detenidos. Así nos subieron a la micro con inusitada violencia a mí y a mi padre a pesar de sus ruegos que me dejaran a mí en casa porque, en efecto, era un ‘cabro chico’. Y así fue como llegamos con las manos sobre la cabeza a la base aérea El Bosque; a un estadio de básquetbol techado, en ese momento, con unas 200 personas detenidas tiradas en el suelo o afirmados sobre las murallas del recinto. Habré estado así un par de días como el resto de los detenidos, mientras mi padre como podía trataba de protegerme. Luego en una tarde, tomaron mis datos y pensé que me llevarían de regreso a casa. No fue así. Un grupo numeroso fuimos subidos a un bus con la cabeza gacha y enviados nada menos que al Estadio Nacional.
Nos recibió literalmente un ‘callejón oscuro’ de patadas y culatazos de uniformados. Grande fue la sorpresa de mi padre– luego de una reclusión de una semana y de sesiones de torturas—de no encontrarme en casa a su llegada. Me ahorro contarles el mes y tanto que estuve en ese recinto deportivo. Estuve junto a tantos adultos jóvenes y no tanto destruidos y quebrados emocionalmente por violencia, allanamientos y torturas bestiales. Estábamos en las conocidas escotillas: espacios enrejados en la parte baja del estadio. Dormíamos en el suelo con las pocas frazadas que había. Me acuerdo que todos, a los pocos días, temíamos ser llamados al famoso ‘disco negro’. Un círculo en un costado de la cancha donde eran llevados detenidos para ser interrogados de cualquier manera. Incluso se comentaba que algunos de ellos nunca volvían.
La historia tiene un cierre con la amarga destitución de mi padre de la Universidad. De allí en adelante su vida y la nuestra cambió para siempre y fuimos parte de las miles de personas que tuvimos que salir del país. Le quitaron su universidad y sepultaron su vida. Llegamos a Inglaterra donde gracias al gobierno británico pude estudiar y mi padre fue acogido en la Universidad de Londres como profesor invitado. Allí nació en condiciones muy complejas mi hermana, hoy periodista de 47 años. No exagero, soy un privilegiado por estar vivo, pero de verdad me siento un sobreviviente de un tiempo miserable que truncó nuestras vidas como la de muchos/as. Mil gracias a todos mis colegas de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales por darme un espacio de trabajo y sosiego. Vayan mis agradecimientos también al actual Decano Don Iván Obando. Felicito al profesor Jorge Del Picó por esta estupenda iniciativa de diálogo y reflexión.