Diego Palomo. Abogado y académico de la Universidad de Talca.
Primero como estudiante de Derecho y luego como docente de pre y posgrado en Derecho Procesal, he visto de cerca el modelo tradicional de la clase solemne: un auditorio silente, un profesor que dicta desde su mesón y estudiantes que, en el mejor de los casos, toman las notas que pueden sin cuestionar nada. Este paradigma, heredado del siglo pasado, se sostiene en la idea de que la autoridad del docente y la pasividad del alumno son la esencia del aprendizaje. Pero, ¿es esto realmente efectivo en un mundo donde la información está al alcance de un “clic” y las habilidades críticas son más valiosas que la memorización?
Desde luego que la clase solemne tiene sus méritos: le permite al profesor transmitir conocimientos de manera estructurada y asegura que el docente controle el ritmo de avance del plan de clases. Sin embargo, en Derecho Procesal, donde la práctica y el razonamiento son clave, este formato puede volverse un obstáculo. Por ejemplo, los estudiantes no aprenden cómo funciona la Justicia escuchando definiciones de un manual; lo hacen discutiendo casos, enfrentando dilemas éticos y simulando audiencias. Si el aula sigue siendo un espacio de silencio reverente, perdemos la oportunidad de formar juristas activos y sobre todo pensantes.
El aburrimiento, además, es un enemigo del aprendizaje. Cuando los estudiantes se limitan a ser receptores pasivos, su atención se desvanece. En mis clases, especialmente en la clase inicial de cada curso, he notado que los rostros apagados se transforman cuando lanzo una pregunta provocadora o propongo un caso hipotético controversial. La interacción rompe la monotonía y convierte el aula en un espacio de ideas. Entonces, ¿Por qué aferrarnos a un modelo que apaga el entusiasmo natural por aprender?
La clase solemne perpetúa una jerarquía que no siempre favorece el conocimiento. El docente ya no es un “oráculo” infalible, y los estudiantes no son recipientes vacíos. En Derecho Procesal, donde las normas evolucionan y las interpretaciones chocan, el diálogo es esencial. Una clase viva, con debates y preguntas desafiantes e incómodas, refleja mejor la realidad del ejercicio profesional que un monólogo, aunque sea impecable. El silencio del auditorio puede ser respeto, pero también apatía o miedo a participar.
Otro problema del paradigma tradicional es su desconexión con las necesidades actuales. Los futuros abogados no solo deben conocer el proceso civil o penal, sino también habilidades blandas: argumentación, negociación, manejo de emociones (les hablo de la “simpatía procesal”). Estas no se desarrollan en un ambiente estático. En mis cursos, según se dan las posibilidades he incorporado dinámicas como simulaciones de juicio o análisis de fallos en grupos, y los resultados son muy positivos: los estudiantes retienen más y se sienten parte del proceso, no meros espectadores.
Claro, aplicar este modelo no es sencillo. Exige más esfuerzo del docente y una disposición activa de los estudiantes. Algunos prefieren la comodidad de escuchar sin comprometerse, y otros docentes creen que pueden perder el control del aula y su plan de clases. Pero el riesgo vale la pena, se los aseguro. Una clase dinámica no es caos; es una oportunidad para que el Derecho Procesal cobre vida, para que los estudiantes vean su relevancia, se apasionen por él y entiendan que los juicios se ganan (o pierden) en gran medida por cuestiones procesales.
En definitiva, las clases universitarias no tienen por qué ser aburridas, ni siquiera en una disciplina, en principio, tan técnica y árida como el Derecho Procesal. La clase solemne con un auditorio silente puede ser un símbolo de tradición, pero no debería ser el estándar. El aprendizaje se expande en la interacción, el desafío y la creatividad. Si queremos formar profesionales excepcionales, debemos abandonar la idea de que el silencio es sinónimo de éxito y apostar por aulas vivas, vibrantes, desafiantes y llenas de ideas, incluso equivocadas.