Martes, Abril 1, 2025
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Restauremos la pena de muerte de la autora de “Cárceles en el desierto”

Diego Palomo. Abogado y académico de la Universidad de Talca.

La pena de muerte persiste y se aferra en el imaginario colectivo, recordando tiempos en que la justicia se medía en sangre y la venganza se ponía el traje de autoridad. Quienes abogan por su restauración en Chile suelen plantearla como una solución tajante, un corte limpio y perfecto contra el crimen. Pero basta ir un poco más allá de la superficie para que emerja su verdadera naturaleza: no es otro que ser un acto de crueldad envuelto en la mera ilusión de control.

De hecho, las formas de ejecutarla, a lo largo de la historia, no han hecho más que subrayar esta contradicción. La guillotina, celebrada en su día como un avance “civilizado”, podía fallar en su promesa de instantaneidad. El garrote vil, usado hasta bien entrado el siglo XX, trituraba cuellos con una lentitud que impactaba a testigos. La silla eléctrica, con sus chisporroteos y quemaduras, y la inyección letal, que en teoría ofrece una muerte silenciosa pero que en la práctica ha convertido a algunos condenados en conejillos de indias de experimentos fallidos, completan un repertorio de verdaderos tormentos. Cada método, presentado como un refinamiento del anterior, termina desnudando lo mismo: es que no hay manera de matar sin infligir sufrimiento, sin que el cuerpo se resista, sin que la humanidad de quien ejecuta se quiebre en el proceso.

Sin embargo, la crueldad física no es el único argumento que debería hacer pensar estas cosas antes de verbalizarlas. Hay algo aún más inquietante: la imposibilidad total de deshacer el error. La justicia humana, por más que aspire a la perfección, está llena de imperfecciones. Jueces que se equivocan, pruebas manipuladas, abogados que no defienden lo suficiente o yerran las estrategias.

En Chile, la memoria de casos como el de los hermanos Vergara Toledo, ejecutados extrajudicialmente en los 80, o el de los falsos culpables del caso Degollados, cuya investigación inicial apuntó a inocentes mientras los verdaderos responsables escapaban, nos recuerda que el sistema puede fallar estrepitosamente. En el extranjero, el caso de Cameron Todd Willingham, ejecutado en Texas en 2004 por un incendio que luego se comprobó que no fue intencional, o el de Carlos DeLuna, ajusticiado en 1989 por un crimen que no cometió, son heridas abiertas en la conciencia global. ¿Cuántos nombres sin rostro habrán sido borrados por una sentencia irrevocable? La pena de muerte no solo mata al culpable; cierra la puerta también a la posibilidad de redención, de verdad, de justicia real. Una vez que el corazón del ejecutado deja de latir, no hay apelación ni recurso que valga, no hay prueba tardía que pueda devolverle la vida.

Quienes defienden su retorno dirán que es un disuasivo, que limpia las calles, que consuela a las víctimas. Pero las estadísticas desmienten el primero —países con pena de muerte no muestran tasas de criminalidad menores—, y los otros dos argumentos se sostienen más en la emoción que en la razón. La venganza disfrazada de justicia no repara el daño; lo multiplica.

Y mientras el clamor popular puede ser gigante, hay un obstáculo que trasciende las pasiones del momento: los compromisos internacionales que Chile ha asumido y que hoy lo vinculan. El Pacto de San José de Costa Rica, ratificado en 1990, prohíbe expresamente restaurar la pena de muerte en países que la han abolido, como es nuestro caso. La Convención Americana sobre Derechos Humanos y otros tratados suscritos nos colocan en una red de obligaciones que no podemos ignorar sin pagar un costo internacional importante. Intentar explicárselo a quienes claman por sangre, sin embargo, es un ejercicio infructuoso. Prefieren el grito panfletario a la propuesta sensata, el puño alzado a la reflexión. Pero la justicia se restaura no por esta vía, sino con con la paciencia de corregir lo que está roto, no con la arrogancia de clausurar vidas bajo el peso de una decisión que nunca podrá dar certidumbre de estar exenta de error.

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